Proyecto Interdisciplinario
CATAMAYO DE ANTAÑO
Creado por estudiantes de tercero de bachillerato

Introducción
Descripción
“Catamayo de Antaño” no es solo un título evocador, es una invitación a mirar atrás con ojos de respeto, asombro y pertenencia. Este proyecto interdisciplinario nace del deseo profundo de rescatar, preservar y compartir la riqueza histórica y cultural del cantón Catamayo, un territorio cuyas raíces se hunden en la memoria de nuestros abuelos, en los ecos de las leyendas transmitidas al calor del fogón, en los relatos que dan vida a calles, montañas y costumbres.
En estas páginas se entrelazan cuentos populares, tradiciones festivas, leyendas que desafían el tiempo, y retazos de historia que merecen ser contados una y otra vez. Es un recorrido que busca reconectar a las nuevas generaciones con su identidad, con los valores, las creencias y las vivencias que han dado forma al espíritu catamayense.
Es un proyecto cultural que busca rescatar, preservar y difundir las leyendas, tradiciones y expresiones culturales del cantón Catamayo. A través de relatos populares, costumbres ancestrales y manifestaciones propias de su gente, este espacio se convierte en una ventana al pasado, donde la memoria colectiva cobra vida.
El proyecto tiene como objetivo principal mantener viva la identidad catamayense, dando a conocer mitos locales, festividades tradicionales, prácticas cotidianas y saberes que han sido transmitidos de generación en generación. «Catamayo de Antaño» invita a valorar el legado cultural del cantón y a fortalecer el orgullo por sus raíces entre jóvenes y adultos.

Pedro urdimales y el huevo del hacendado
La dama de blanco
En una hacienda lejana, donde el sol abrasaba la tierra y el canto de los gallos marcaba el inicio de interminables jornadas, los peones trabajaban sin descanso. Su patrón, un hombre avaro y despiadado, apenas les daba de comer. El desayuno consistía en un solo huevo tibio y un trozo de pan duro. Pero la injusticia no terminaba ahí: si un peón terminaba su huevo, no podía seguir comiendo pan. La regla absurda convertía cada comida en una carrera contra el hambre.
Entre los peones había un hombre astuto llamado Pedro Urdimales. De espíritu vivo y lengua afilada, Pedro no se resignaba a las penurias impuestas por el patrón. Observaba a sus compañeros devorar sus huevos en un solo bocado, quedándose luego con las manos vacías y los estómagos aún rugientes. Él, en cambio, decidió que no sería presa fácil de la mezquindad del hacendado.
Con la paciencia de un zorro y la maña de un viejo lobo, Pedro ideó un truco. En lugar de comerse el huevo de inmediato, le hacía un pequeño agujero en la punta y lo iba sorbiendo poco a poco con la ayuda de un palillo. De vez en cuando, mojaba el pan en la yema líquida y lo saboreaba con calma, como si se diera un festín. Mientras los demás terminaban su desayuno en un abrir y cerrar de ojos, Pedro seguía comiendo, manteniendo en sus manos tanto el pan como el huevo.
El patrón, al verlo, comenzó a sospechar. «¡Este Pedro tiene algún truco bajo la manga!», pensó. Una mañana, decidió espiarlo desde una rendija de la cocina. Observó con asombro cómo Pedro, con una sonrisa burlona, alargaba su desayuno mientras los demás peones regresaban al campo con los estómagos vacíos.
Lleno de furia, el hacendado enfrentó a Pedro. «¡Explícame cómo es que sigues comiendo cuando los demás ya han terminado!». Pedro, con la calma de un zorro que ha engañado al cazador, respondió: «Mi buen patrón, yo sigo la regla. No me he terminado el huevo, así que sigo comiendo el pan. Usted nunca dijo cómo debía comérmelo».
El hacendado, rojo de rabia, no pudo encontrar falla en la lógica de Pedro, pero su orgullo no le permitió admitir la derrota. A la mañana siguiente, cambió las reglas: ahora, el huevo y el pan debían ser comidos al mismo tiempo, sin pausas ni trucos. Sin embargo, Pedro ya había demostrado su punto: en un mundo injusto, la inteligencia podía más que la fuerza y la astucia era el arma de los oprimidos.
Los peones rieron con la historia de Pedro y, aunque las reglas se volvieron más estrictas, su hazaña quedó grabada en la memoria de la hacienda. Y así, con su ingenio, Pedro Urdimales demostró una vez más que, en la vida, el hambre se combate con maña y el poder con inteligencia.
En una noche oscura y fría, Carlos, un joven periodista, llega al pequeño pueblo de San José con la intención de investigar la leyenda de la Dama de Blanco, una figura que, según los habitantes, aparece en la antigua carretera para advertir a los viajeros solitarios de un peligro inminente. La describen como una mujer vestida de blanco, con rostro pálido y ojos tristes, que surge en medio de la niebla y susurra: «No sigas adelante».
Intrigado, Carlos decide recorrer la carretera pasada la medianoche. Mientras la brisa helada lo rodea, una figura femenina aparece y le advierte que no avance. Justo después, un automóvil atraviesa la vía a gran velocidad; si Carlos no se hubiera detenido, habría sido atropellado. Al volver la mirada, la Dama ya no estaba.
Conmovido por lo vivido, Carlos investiga en los archivos del pueblo y descubre que, años atrás, una joven llamada María murió trágicamente en ese mismo lugar mientras intentaba advertir a su prometido de un camión fuera de control. Desde entonces, su espíritu vaga por la carretera, guiando y protegiendo a quienes corren peligro.
La experiencia transforma la visión de Carlos: comprende que la Dama de Blanco no es un alma en pena, sino una presencia protectora nacida del amor y el sacrificio. La leyenda cobra un nuevo sentido: más allá del miedo, es una historia de entrega, memoria y cuidado eterno.
“La Dama de Blanco” nos invita a reflexionar sobre cómo algunas leyendas, lejos de ser simples mitos de terror, encierran profundas lecciones sobre el amor que perdura incluso después de la muerte, el valor de las advertencias y la capacidad de lo sobrenatural para proteger, no para dañar.
El cura sin cabeza
La llorona del barrio “Santa Teresita”
Hace muchos años, en la tranquila ciudad de Catamayo, circulaba una historia que helaba la sangre de quienes se atrevían a escucharla. Era el relato de un espectro aterrador que aparecía en las noches más oscuras: el Cura sin Cabeza.
Se decía que, en tiempos coloniales, un sacerdote servía en una pequeña capilla a las afueras del pueblo. Era un hombre de fe, pero también de secretos oscuros. Algunos afirmaban que escondía tesoros robados de los feligreses, otros murmuraban que había hecho un pacto impío. Su final llegó de manera trágica: una noche, fue hallado sin vida en el altar, con la cabeza separada del cuerpo. Nadie supo quién lo hizo ni por qué, pero desde entonces, su alma quedó atrapada en la tierra, vagando por las calles polvorientas de Catamayo.
Con el pasar de los años, los habitantes comenzaron a notar cosas extrañas. Los que se aventuraban de noche decían haber visto una figura alta, vestida con sotana negra, caminando por los caminos solitarios. Pero lo más aterrador era su rostro… porque no tenía uno. En lugar de cabeza, solo había un vacío oscuro y espectral.
Los ancianos advertían que, si alguien lo veía y no huía a tiempo, el cura maldito se acercaba y pronunciaba un rezo en un tono cavernoso. Quienes lo escuchaban quedaban paralizados por el miedo y despertaban al día siguiente en un lugar distinto, sin recordar cómo habían llegado allí. Algunos aseguraban haber encontrado extrañas marcas en sus cuerpos, como si hubieran sido tocados por algo del otro mundo.
Un viejo sepulturero contó que, una noche, lo vio aparecer en el cementerio. El espectro flotaba entre las tumbas, como si buscara algo que nunca hallaría. Cuando intentó hablarle, el cura sin cabeza se giró de golpe, extendió su brazo y, con un grito que retumbó en todo el pueblo, desapareció en una bruma espesa.
Desde entonces, los habitantes de Catamayo aprendieron a evitar ciertos caminos después del anochecer, especialmente los senderos cercanos a la antigua capilla.
En el cantón Catamayo, especialmente en el tradicional barrio Santa Teresita, vive una leyenda que ha pasado de generación en generación: la historia de la Llorona. Se dice que hace muchos años, una mujer humilde y hermosa vivía con sus dos hijos. Tras ser traicionada y abandonada por el padre de los niños, cayó en una profunda tristeza que la llevó a cometer un acto trágico: arrojó a sus hijos al río durante una noche de tormenta. Arrepentida, intentó salvarlos, pero ya era tarde. Desde entonces, su alma quedó atrapada, condenada a vagar por siempre en busca de sus pequeños.
Según los pobladores, su espíritu recorre pueblos y calles envuelto en niebla, vestida de blanco y con un llanto que hiela la sangre. En Santa Teresita, muchos aseguran haberla escuchado llorar a las tres de la madrugada o haber sentido su presencia cerca. Algunos cuentan que la han visto flotar en calles vacías o que una mano fría los ha tocado sin explicación. Un dicho popular advierte: “Si la escuchas cerca, está lejos; pero si la oyes lejos… está muy cerca.”
Aunque nadie ha podido confirmar su existencia, la historia de la Llorona forma parte importante de la identidad oral del cantón. Para muchos, es una advertencia sobre el dolor que no descansa, y un recordatorio de que algunas almas aún caminan entre nosotros, buscando lo que perdieron.